Se hizo de oro al prever el ‘crash’ de las ‘subprime’ y ahora vuelve a gestionar un fondo en Cupertino. En él se inspira ‘La gran apuesta’
En su perfil de Match.com, la red social para encontrar pareja, Michael Burry se presentaba como un “estudiante de medicina con un solo ojo, torpe en las relaciones sociales y con una deuda de 145.000 dólares (134.000 euros) en préstamos universitarios”. Y pilló. El tipo ligó, allí conoció a su segunda esposa. Burry se manejaba bien en las apuestas de riesgo y era tenaz, así que aquella no sería la única que le saldría bien. Aquel treintañero sin formación financiera, cuyo ojo vio lo que nadie más, hizo historia en el último gran crash, creó los seguros de impago de las hipotecas basura y se hizo de oro con ellas. Es el gran personaje de The big short, el libro sobre la crisis del que acaba de estrenarse la película en España, La gran apuesta.
“Mi estado natural de outsider siempre me ha llevado a analizar a cualquier grupo desde fuera”, confiesa Burry en una entrevista de Bloomberg TV de hace unos años. El ojo perdido por un cáncer cuando tenía dos años le hizo algo retraído. También era constante hasta la agonía. Su carrera en los mercados comenzó como bloguero sobre inversiones por las noches, cada vez más influyente, mientras estudiaba Medicina, hasta que dejó su carrera de neurólogo para crear su primer fondo, Scion Capital, con el que daría la gran campanada.
“Está claro que lo consiguió porque era muy obsesivo, eran unos productos muy complicados, y el problema que tuvo es que nadie más lo vio, el mercado tardó mucho en hacerlo, así que su inversión tardó en subir de precio, y tuvo que aguantar mucha presión”, explica Jeff Madrick, autor de Age of Greed: The Triumph of Finance and the Decline of America. Burry se merendó docenas de prospectos de 130 páginas sobre cada bono ligado a hipotecas. Ahí vio que se habían dado créditos de alto riesgo, que muchas familias empezaban a sufrir para pagarlos y aquello era una bomba de relojería.
Antes, en 1998, le habían diagnosticado trastorno bipolar. No era bipolar. Con los años se dio cuenta de que sí tenía el síndrome de Asperger. Probablemente esto es lo que le permitió dedicar todas aquellas horas a un estudio tan pormenorizado. Es entonces cuando convenció a Deutsche Bank y a Goldman Sachs para que le vendieran toneladas de seguros de impago ante esos valores tóxicos y esperó.
El problema es que la burbuja tardaba en pinchar y muchos inversores abandonaron. Willam D. Cohan, analista y autor de varios libros sobre Wall Street, apunta que “algunos de sus inversores pidieron que se les devolviera el dinero y este acabó siendo bloqueado; eso ayudó hasta cierto punto, pero él estaba en lo cierto respecto a lo que venía en el mercado. Si no hubiese acertado, ese bloqueo no hubiese servido”.
Cuando la crisis estalló, la inversión se multiplicó y Scion ganó cerca de 1.000 millones. Luego cerró el fondo y se dedicó a sus finanzas personales. Acabó harto de los inversores. “Invertir solo es liberador, puedo estar fuera del mercado y a nadie le importa. Es genial”, decía.
En 2010 trascendió su apuesta por el oro, las pequeñas tecnológicas y las tierras agrícolas. El agua estaba detrás de esta última inversión. “Vi claro que la comida es la manera de invertir en agua, cultivar alimentos en tierra rica en agua y transportarla a tierra pobre en agua”, explicó en diciembre en la revista New York. Alertó sobre la acumulación de deuda en los países: “La idea de que el crecimiento remediará nuestras deudas es adictiva para los políticos, pero los ciudadanos acaban pagando el precio”. También contra los tipos bajos: “Los intereses reales negativos son tóxicos”. Le sorprendió que ninguno de aquellos directivos recibiera castigo alguno por las hipotecas basura.
En 2013 volvió a abrir un fondo, de nuevo llamado Scion Management y con sede en Cupertino (California), curiosamente la meca de esas tecnológicas sobre las que amenaza tormenta. Pero sus clientes saben esta vez que el tipo al que han dejado su dinero es, como él mismo dice, un outsider.
Origen: La nueva apuesta de Michael Burry | Economía | EL PAÍS
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